Iban a buen ritmo camino de casa. Kati iba delante, y unos pasos por detrás su nieto, cabizbajo. A medio camino, Kati se decidió por fin salir de esa situación absurda. "¿Ha tenido algo que ver nuestra conversación de ayer?", preguntó con tono conciliador.
A Trosky se le vino a la mente cuando preguntó a su abuela por qué su madre no le llamaba. "¿Por qué no me manda correos? ¿Por qué no me llama? ¿No tiene Internet? Me ha abandonado también, ¿verdad?", decía casi saltándose las lágrimas.
Su abuela no sabía cómo gestionar esa situación. Se ponía muy nerviosa cuando preguntaba por su madre, además por ser su propia hija. Tenía que tener cuidado en no dar información de más a un niño tan preguntón. "Recuerda nuestro secreto, Trosky. Nadie más puede saberlo. Todo el mundo sabe que mamá fue a trabajar cerca de la frontera norte para mantenerte, pero nosotros sabemos un poco más ... ¿recuerdas?".
Trosky estaba incómodo con las evasivas de su abuela. Quería respuestas, y estaba dispuesto a conseguirlas. "Sí lo recuerdo. Se fue a trabajar al otro lado de la frontera. Pero, ¿allí no tienen Internet?", preguntó solicitando una respuesta coherente.
La cara de Kati estaba ahora un poco más seria, preocupada. Aunque ella quisiera autoengañarse, el niño tenía razón. Llevaba más de tres meses sin tener noticias de ella. No era normal, ni lógico. ¿Estaría bien?. ¿Qué podía decir sin preocuparlo más?. "Estará bien. Ya sabes que comunicarse puede ser peligroso. No debe hacerlo por su bien y por el nuestro".
En ese momento llegaron al umbral de su casa, y Kati lo agradeció como agua de Mayo. Era una planta baja, con un pequeño jardín, con un par de plantas ornamentales, un naranjo y un limonero. Le gustaban las plantas, pero estaban muy mayores como para complicarse la vida con el jardín.
Entraron en la casa, y allí estaba su abuelo, Kher. Había empeorado un poco aquella tos. Estaba en su silla de ruedas. Desde las revueltas de hacía cuatro años, recibió varios golpes en una estampida cuando se estaban manifestando por el cierre de las fronteras, y desde entonces, no había vuelto a andar. Era de ese tipo de personas que por encima de todo, creen en el ser humano. Estaba convencido que aquella acción solo provocaría dolor por el aislamiento, y robaría muchos sueños y esperanza en muchas personas. Y sobre todo, aquella injusticia se cebaría en los de siempre.
Pero estar en silla de ruedas no era lo peor. Eso que su abuela llamaba depresión, desde el día que se aprobó aquella injusta ley, que separaba todo por lo que se había trabajado tanto. La enfermedad mental era más dañina que el impedimento físico. Eso lo tenía muy claro. Siempre estaba triste, no hablaba. Trosky estaba convencido de que su abuelo había perdido la esperanza.
Trosky y el alfiler por Fredy K. se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivar 4.0 Internacional.
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